martes, 7 de enero de 2014

TIC-TAC TIC-TAC (1)



- Dicen que ahí dentro hay una bestia.
- Por favor Laurita, es la escuela...
- Eso dicen...
- ¿Quien?
- Lo escuché del niño de la esquina, Martín. Dijo que en las noches las mesas y pupitres ruedan y hacen ruido.
- Ajà, entonces es una bestia que le gusta arrastrar cosas. Voy a entrar.
- No.
- ¿Porque no?
- Porque ahí dentro hay una bestia...
- Ah pues... bastante que la hemos recorrido en las mañanas ¿Tu has visto algo en los recesos?
- No.
- Entonces espérame aquí. Voy a entrar.
- Le voy a decir a mi mamá.
- Si le dices ya sabes...
- No entres.
- Espérame aquí. Es rápido.
- mejor el lunes en la mañana.
- No. Espérame aquí ¿O quieres venir también?
- No.
- ¿Porque?
- Porque ahí dentro hay una bestia.

     Podía oír el Tic-Tac en su bolso. El niño caminaba de la mano de su pequeña hermana de vuelta a casa, el sol oculto tras la montaña del oeste que todas las tardes lo acoge y lo duerme tras ella. Era la calle Avila la que recorrían, adentrándose en la zona residencial del sur. De alguna casa a su alrededor les llegaba la melodía de una triste balada, la cual Samuel identifico de inmediato, pues su madre la hacia sonar regularmente en el Sony de la sala, y trataba sobre una historia de amor en la que el hombre sigue velando y comunicándose con su novia incluso después de haber muerto en un accidente. Algo mas bien inquietante en la opinión del niño, y mucho mas al no poder imaginarse como era que el hombre podía contar aquella historia después de muerto. A sus diez años sentía, como es natural en los niños, una ingenua fascinación por lo misterioso, la cual alimentaba las noches de los sábados mirando películas de terror en la televisión hasta la madrugada (algunas veces acompañado por Laurita). Vivir la niñez en Esperanza era escuchar de fantasmas y monstruos, casas embrujadas y bosques misteriosos; pues cada rincón del pueblo, sus viejas estructuras y solitarias arboledas y terrenos, daban pie al tipo de historias que enamoran a los niños como Samuel.
Entrar en la escuela fue fácil. Los sábados esta el sr. Ramón de vigilante junto a Ariadne, pero aquel soleado día parecía la escuela encontrarse desierta, palpitante en su soledad. En todo el trayecto por el pasillo principal no vio señas de los guardias, y al salir al patio se encontró solo en aquella extensión de grama. El impacto de Samuel fue grande al salir a aquella área, acostumbrado al bullicio y las carreras y juegos a la hora de receso. Sabia perfectamente lo que había ido a buscar, y pausadamente se dirigió a la pequeña torre en el centro del patio. En una extraña conversación entre el prof. Adaulfo y la sra. Maldonado en la oficina de historia del 2do piso, escuchó de pasada algo sobre "la antigüedad del reloj". Había pensado varias veces en ello desde ese día, cautivado por la palabra "antigüedad", pues le gustaba  mucho la idea de objetos y lugares de otros tiempos, imaginando que tipo de personas habían pasado por allí, o quien habría tocado esto o aquello... Se dio a la tarea entonces de buscar el objeto de aquella conversación, comenzando desde la misma oficina del prof. Adaulfo, pasando por la subdireccion, los salones y hasta la pequeña cafetería. Aquello estaba repleto de relojes de todo tipo, mas no encontró ninguno que se asemejara a lo que el imaginaba era algo antiguo. Con el pasar de los días había llegado a superar un poco su pequeña obsecion cuando, dos días atrás, lo vio en el patio, en el lugar justo donde aquel sábado se encontraba.
No lo detalló mucho, tan solo con ver la madera de que estaba hecho y los extraños símbolos que había en lugar de números para señalar las horas, supo que era el que buscaba. Medía unos 45cms, con una pequeña ventanilla en su parte inferior por la cual se veía oscilar hipnoticamente un péndulo dorado. El reloj estaba incrustado en la pared de la torrecilla, a una altura perfecta para el alcance del niño, quien noto que de los bordes sobresalían dos pequeñas asas de bronce. Tomo aquellas partes de metal y las atrajo hacia si. Se movió un poco, con un inconfundible sonido de arrastre. No quería robarlo, ni mucho menos (solo Dios sabia la pela que el señor Araya hubiese estado gustoso de proporcionar a Samuel con su mejor correa de cuero, si llegaba a ser citado por robo de su adorado hijo mayor), solo con llevarlo a casa y examinarlo bastaría, y al mismísimo día siguiente estaría de vuelta en su lugar. Halo de nuevo, un poco mas fuerte, y aquel intento basto. Entre una pequeña nube de polvillo el reloj salio de su nicho.

viernes, 3 de enero de 2014

Boogiepop Phantom



Excelente Anime. Es misterioso y algo bizarro... muy bueno

Nuestras Pesadillas


Estos personajes perturbaron la infancia de muchossss...

El extraño


     Aquella tarde sentí mi ansiedad al máximo. Enloquecía lentamente, minuto tras minuto, con la perspectiva de aquella inminente fiesta. Quisiera resaltar que nunca fui, ni he sido en todo este tiempo, fanático de tales eventos, pues mi taciturno y sosegado carácter y la muy reflexiva forma de pensar heredada de mi padre han sido siempre procreadoras de los más temibles miedos e inseguridades. Aún así, como pocas veces en mi vida, aquella vez me encontré agitado y expectante por la sola posibilidad de vencer, aunque fuera solo en aquella ocasión, aquel monstruo voraz en mi mente. No es broma ni mucho menos, hay algo en mí, algo con lo que he venido conviviendo desde hace mucho tiempo.


Por muy extraño que parezca, no me percaté de él hasta mi adolescencia, específicamente a la edad de quince cuando, y habiendo sido cómplice silente de un buen amigo de aquel entonces quien decidió de repente tomar el carro de su papá a escondidas, tuve mi primera oportunidad al volante. Fue en una larga y solitaria calle, la cual acababa en un sólido muro de concreto. Comencé apretando poco a poco el acelerador, mis manos sudando con el contacto del cuero usado del volante, y a mi lado mi animado compañero que me alentaba a ir mas y mas rápido. Había ya alcanzado una velocidad considerable a mitad del recorrido cuando, súbitamente, caí en cuenta de lo que estaba por suceder. Mi amigo, ajeno a todo aquello, aullaba como loco por la ventana mientras el auto tomaba más y más velocidad. Mi mandíbula estaba involuntariamente apretada, y una extraña sensación de expulsar algo por mis ojos me invadió por completo. Íbamos directa e irremediablemente hacia el muro. Mis pies no respondían a mis fútiles intentos de frenar, y dudo que mi compañero supiera entonces (ahora, incluso) que faltó muy poco para estrellarnos, de frente y a toda velocidad, contra aquella pared. Finalmente, logré frenar a escasos metros del espantoso final en mi mente, pero desde ese entonces he estado consciente de aquel ente, el cual a veces toma una oscura forma en mis pensamientos, y que esporádicamente coge las riendas mías y me lleva desesperadamente al peligro.

Ahora bien, continuando con el relato de aquel día de fiesta, hubiese podido ser la noche algo rutinario, con bebida, comida y música y chicas; de no haber sido por la extraña visión que me acometió. Reconozco que bebí poco más de la cuenta, solo un poco, y en un súbito ataque de claustrofobia salí al jardín a refrescarme. El frío y plácido aire nocturno fue más que glorioso, y ya encontrándome aparte de aquella ruidosa y sofocante sala de estar, comencé a caminar lentamente, disfrutando de cada bocanada de aire helado de madrugada que tomaba y observando algunas parejas que se besaban en la grama y bajo algún que otro árbol, con la estridente música proveniente de la casa como fondo. Fue al llegar a la pared del fondo, que separaba aquel patio del vecino, cuando contemplé algo que me dejó pasmado. Una sombra alta y delgada se reflejaba en ella, con largos brazos y piernas, casi flotaba sobre la superficie blanca de la pared. Fue como contemplar un largo velo negro colgando de algún clavo. Continué mirando la misteriosa figura por unos minutos más, y me di cuenta de algo que me heló la sangre y que, hasta hoy, ha sido mi más recurrente pesadilla: no sea que la sombra fuese de un hombre alto, sino que era de alguien que colgaba. De hecho, una mejor aunque estremecedora observación me hizo caer en cuenta de que era la sombra de un ahorcado, cuyo movimiento oscilatorio fue en aquel momento claramente perceptible. Aunque parezca ridículo, no logré hallar la fuente de aquel misterio proyectado en la pared.


Hoy por hoy puedo mirarme como en una película, sentado en la grama mientras el aire helado de la noche hería cada centímetro de mi piel, contemplando aquella misteriosa figura, haciendo caso omiso a algún que otro amigo que me invitaba a entrar a la fiesta de nuevo. No recuerdo cuantos minutos exactamente pasé mirando la sombra, tratando inútilmente, al principio, de identificar su procedencia en los alrededores, y eventualmente intentando descifrar su significado. Dada mi situación entonces, reflexioné sobre lo evidente de que parecía que aquella imagen tuviera algún tipo de vínculo con mi vida personal. Mis intentos fueron inútiles y, pasados unos minutos, decidí volver a la casa. El resto de la noche transcurrió sin novedad, excepto tal vez las épicas dimensiones de la borrachera que me pegué. Aquella sombría y macabra figura no la volví a ver jamás… hasta hoy.


Mi vida podría dividirse fácilmente en tres etapas: adolescencia (mi niñez no la recuerdo), adultez y postadultez. En la primera de ellas experimenté sensaciones que me desvincularon totalmente de las enseñanzas de mis padres, además de vivir experiencias que marcaron el resto de mi vida. Nunca tuve muchos amigos, pero extrañamente me sentía mucho más cómodo encerrado en mi habitación que en compañía de las pocas personas que conocía. Fue en aquella etapa que tomé consciencia de la entidad que me acompañaba a todos lados. Luego del incidente con el carro de mi amigo experimenté ataques de violencia en ciertas ocasiones, siempre bajo la muda y latente supervisión de aquello que vivía en mí, que veía a través de mis ojos. Otro episodio que demuestra claramente lo que causaba en mí tenerlo a él en mi mente, sucedió a mis diecisiete años, cuando en un ataque de ira me descargué sin previo ni aparente motivo sobre un compañero de clases. Fue un solo golpe, directo al pómulo izquierdo. El muchacho quedó tendido en el suelo, mirándome con la cara desencajada, yo sin decirle nada. Lo cierto es que, y aunque parezca increíble, había sentido salir a flote al monstruo en mi cabeza, y súbitamente me llegó el impulso de golpear a mi compañero. Ese día, al llegar a casa, lo primero que hice fue hacer un boceto de la sombra que había visto noches antes en casa del mismo compañero al que golpeé, y al finalizarlo, lo pegué en la puerta de mi habitación.


La casa donde crecí es una modesta estructura de una sola planta, con angostas habitaciones y un pequeño patio trasero. A la edad de veintiuno se me hizo tan sofocante aquel sitio que tuve que largarme. En aquella época era feliz viviendo en una habitación alquilada en casa de dos menudos ancianos, disfrutando de mi soledad y mi libertad. Siempre he visto mi privacidad como una gruesa cobija con qué arroparme en el caos de la vida. Así transcurrió mi etapa adulta, entre una fugaz e insatisfactoria carrera universitaria, un insípido trabajo con compañeros sin rostro, entre novias y amantes igual sin caras, solo voces, manos que me acariciaron pero que no lograron en mí la más mínima emoción. Pensándolo bien, nada en mi vida logró causarme sentimiento alguno. Nada, excepto tal vez aquella maldita sombra. Del resto, fui ajeno a este mundo y sus maravillas (sé que las hay), sus sensaciones, sus experiencias.


¿Qué era lo que tenía planeada para mí esta vida desabrida e inodora? En blanco y negro, muda, la vi transcurrir desde una ventana empañada. ¿Acaso hubo algo que me salté? ¿Fue algo que no pude ver en los ojos de una mujer, o escuchado en el mar o en algún bosque de este mundo excluyente? Porque eso es para mí este lugar. Una playa privada, un parque cerrado para mí. Una vez tuve un hijo, una idea en mí que duró unas cuantas noches, y que después deseché. Nunca me preocupé en recuperarlo, si es que nació varón, pues no había derecho.


Mi etapa adulta duró solamente siete años, y a los veintinueve ya me veía de cuarenta y tantos. Es allí donde me encuentro ahora, pues el tiempo para mí es físico, una casa, y me muevo lentamente, sin ganas, viendo mi reflejo en las paredes y el techo que son espejos. Mis ataques de furia no son tan frecuentes, pues he aprendido a vivir con ellos, los he hecho rutina, y ya no son ataques. Hoy volví a casa. Sobre esta silla me doy cuenta que no hay nada que temer, y crece mi ira, pues era yo el extraño. Era yo el que acechaba repentinamente en la noche, en medio de una multitud o en la simple compañía de alguien. Quien sabe lo que había antes afuera, dueño de estas manos y estas piernas, de esta lengua entera y no desgastada pues no me parece haber dicho nada en toda mi vida. Solo soy yo ahora mirando por una ventana, y lo que veo no me gusta, me da grima y tristeza. Una sombra se proyecta en la pared, se balancea lenta y rítmicamente. El otro, el de afuera, ya no respira, no se mueve, no me quiso mas consigo; y yo, solo como siempre, estaré condenado a mirar por la eternidad en la pared de mi cuarto la sombra que alguien algún día me mostró.


H.D.

Paseo Domingo


     El “Paseo domingo” jamás había estado tan repleto como aquella noche limpia y fría y con aquel cielo negro desvestido dejando ver sus miles de estrellas y la luna eternamente callada. Era viernes 11 de diciembre del trágico año 2001, el mismo año en el que perdí a mi madre y me gradué de profesora en la universidad pedagógica. Me hallaba yo sentada y solitaria de alma en una de las tantas mesas de aquel bar, rodeada de amigos bulliciosos y cerveza que iba y venía en un estruendo agudo de botellas, con música desbordándose de unas cornetas que no lograba ubicar y el agrio y asfixiante humo de cigarrillo. Mis ojos escaneaban el lugar una y otra vez, paredes blancas decoradas con cuadros un tanto bohemios de viejos festivales de salsa y jazz y recortes antiguos de artículos de periódico sobre obras de teatro; viejas lámparas colgaban del techo sobre las mesas y la gente arrojando una envejecida luz amarillenta que nos hacía a todos un poco sombríos y misteriosos. No había ventanas, solo una alta pero angosta puerta de madera que era la principal y, al otro extremo del salón, un enorme balcón que bajaba directamente a la playa. El “Paseo domingo” poseía un definitivo encanto en aquel pueblo costeño, haciéndonos sentir íntimamente conectados y aparte de la sociedad.



En las mesas redondas y blancas se iban formando poco a poco y en relieve las caras de aquellos a quienes no olvidamos, sea por bien o por mal, y más de un asiduo al bar afirmaba que al llegar las 3 de la mañana sus voces se fundían con la música, hablando del pasado y perdonando sin reservas. Mary, una amiga de la universidad que había ido en noviembre con su novio, me comentó un lunes que habían durado hasta las 6 de la mañana bebiendo y riendo y que, además de confirmar los rumores de las caras en las mesas, se sorprendieron cuando justamente a las 4:15 aparecieron de la nada unas cinco parejas, que comenzaron a bailar por entre los asistentes un merengue de antaño, vestidas con ropas de la época de la colonia, con piel traslúcida y sin hacer el menor de los ruidos. Al escuchar aquello pensé que debió haber sido una visión inquietante, salida de una pesadilla fugaz, pero allí estaba yo un mes después con mis amigos y amigas de la infancia, ellos hablando en voz alta sobre nuestras locuras adolescentes y los conciertos a los que solíamos ir, bebiendo y riendo; y yo recordando a mi madre, mi pérdida, mientras su rostro me devolvía la mirada y me sonreía desde la superficie de la mesa.




Poco a poco me fui adaptando más al ambiente y ya mi rostro no reflejaba aquel dolor de ver a mi madre de nuevo en aquella mesa. Recuerdo haber pedido un ron, no soy tan amante de la cerveza, puro y seco el cual bebí sin contemplación mientras mis amigos me celebraban y vitoreaban la hazaña. Vaso tras vaso me deleitaba un poco más, el estómago y la garganta ardiente y mi lengua un poco floja eran sensaciones de repente mágicas para mí. Un viejo reggae comenzó a sonar y de inmediato nos levantamos todos y cantamos a gritos como locos, yo les miraba las caras a cada uno y los quise más, miraba la mesa en medio de nuestro circulo y allí estaban nuestras madres y hermanos y abuelos y padres y amigos sonriéndonos y cantando con nosotros. Hay momentos que nos hacen más amigos, más cercanos, cómplices y amantes de la vida con todo y sus tragedias.




Sentí una brisa mínima, helada, cuando salí al balcón por un rato. Unos cuantos escalones llevaban a la playa, pero sólo quería relajarme allí afuera fumando y bebiendo, sintiendo el sabor y los olores y abajo el estruendo de las olas y mi piel un poco erizada por el frío nocturno. Mirar la luna rodeada de amigas brillantes fue una alucinación. Todos mis sentidos estaban activados al máximo. ¿Qué más se puede pedir en la vida? Sentí que podía morir en aquel mismo momento. Fantasmas caminaban por la orilla de la playa, niños y niñas, jóvenes tomados de la mano, adultos, viejos; todos ellos pasaban y me saludaban y allí supe que alguna vez habían estado en mi lugar, en el mismo balcón. Todos eran luminosos y sonrientes. Al regresar adentro vi como varias parejas de antaño bailaban muy juntos, mezclados con los vivos, un amigo me tomó la mano y allí nos unimos al baile.




Era un viejo bolero, muy triste, pero en mi corazón no hubo pena alguna nunca más. Mansamente dejé descansar mi mejilla en su hombro y me dejé llevar. Luego vino otra canción… y otra… era un baile eterno. En un determinado momento levanté la vista y, sobre el marco de la puerta principal, vi un pequeño cartel de madera. Allí estuve segura de lo que antes creí saber, quizá desde el mismo momento en que entramos a aquel lugar: nuestros recuerdos quedarían por siempre entre aquellas mesas, aquellas paredes; las almas de los que entraban nunca volvían a salir.




H.D.