- Dicen que ahí dentro hay una bestia.
- Por favor Laurita, es la escuela...
- Eso dicen...
- ¿Quien?
- Lo escuché del niño de la esquina, Martín. Dijo que en las noches las mesas y pupitres ruedan y hacen ruido.
- Ajà, entonces es una bestia que le gusta arrastrar cosas. Voy a entrar.
- No.
- ¿Porque no?
- Porque ahí dentro hay una bestia...
- Ah pues... bastante que la hemos recorrido en las mañanas ¿Tu has visto algo en los recesos?
- No.
- Entonces espérame aquí. Voy a entrar.
- Le voy a decir a mi mamá.
- Si le dices ya sabes...
- No entres.
- Espérame aquí. Es rápido.
- mejor el lunes en la mañana.
- No. Espérame aquí ¿O quieres venir también?
- No.
- ¿Porque?
- Porque ahí dentro hay una bestia.
Podía oír el Tic-Tac en su bolso. El niño caminaba de la mano de su pequeña hermana de vuelta a casa, el sol oculto tras la montaña del oeste que todas las tardes lo acoge y lo duerme tras ella. Era la calle Avila la que recorrían, adentrándose en la zona residencial del sur. De alguna casa a su alrededor les llegaba la melodía de una triste balada, la cual Samuel identifico de inmediato, pues su madre la hacia sonar regularmente en el Sony de la sala, y trataba sobre una historia de amor en la que el hombre sigue velando y comunicándose con su novia incluso después de haber muerto en un accidente. Algo mas bien inquietante en la opinión del niño, y mucho mas al no poder imaginarse como era que el hombre podía contar aquella historia después de muerto. A sus diez años sentía, como es natural en los niños, una ingenua fascinación por lo misterioso, la cual alimentaba las noches de los sábados mirando películas de terror en la televisión hasta la madrugada (algunas veces acompañado por Laurita). Vivir la niñez en Esperanza era escuchar de fantasmas y monstruos, casas embrujadas y bosques misteriosos; pues cada rincón del pueblo, sus viejas estructuras y solitarias arboledas y terrenos, daban pie al tipo de historias que enamoran a los niños como Samuel.
Entrar en la escuela fue fácil. Los sábados esta el sr. Ramón de vigilante junto a Ariadne, pero aquel soleado día parecía la escuela encontrarse desierta, palpitante en su soledad. En todo el trayecto por el pasillo principal no vio señas de los guardias, y al salir al patio se encontró solo en aquella extensión de grama. El impacto de Samuel fue grande al salir a aquella área, acostumbrado al bullicio y las carreras y juegos a la hora de receso. Sabia perfectamente lo que había ido a buscar, y pausadamente se dirigió a la pequeña torre en el centro del patio. En una extraña conversación entre el prof. Adaulfo y la sra. Maldonado en la oficina de historia del 2do piso, escuchó de pasada algo sobre "la antigüedad del reloj". Había pensado varias veces en ello desde ese día, cautivado por la palabra "antigüedad", pues le gustaba mucho la idea de objetos y lugares de otros tiempos, imaginando que tipo de personas habían pasado por allí, o quien habría tocado esto o aquello... Se dio a la tarea entonces de buscar el objeto de aquella conversación, comenzando desde la misma oficina del prof. Adaulfo, pasando por la subdireccion, los salones y hasta la pequeña cafetería. Aquello estaba repleto de relojes de todo tipo, mas no encontró ninguno que se asemejara a lo que el imaginaba era algo antiguo. Con el pasar de los días había llegado a superar un poco su pequeña obsecion cuando, dos días atrás, lo vio en el patio, en el lugar justo donde aquel sábado se encontraba.
No lo detalló mucho, tan solo con ver la madera de que estaba hecho y los extraños símbolos que había en lugar de números para señalar las horas, supo que era el que buscaba. Medía unos 45cms, con una pequeña ventanilla en su parte inferior por la cual se veía oscilar hipnoticamente un péndulo dorado. El reloj estaba incrustado en la pared de la torrecilla, a una altura perfecta para el alcance del niño, quien noto que de los bordes sobresalían dos pequeñas asas de bronce. Tomo aquellas partes de metal y las atrajo hacia si. Se movió un poco, con un inconfundible sonido de arrastre. No quería robarlo, ni mucho menos (solo Dios sabia la pela que el señor Araya hubiese estado gustoso de proporcionar a Samuel con su mejor correa de cuero, si llegaba a ser citado por robo de su adorado hijo mayor), solo con llevarlo a casa y examinarlo bastaría, y al mismísimo día siguiente estaría de vuelta en su lugar. Halo de nuevo, un poco mas fuerte, y aquel intento basto. Entre una pequeña nube de polvillo el reloj salio de su nicho.